Entreabierta. Relato de terror.
Juan llevaba cuatro meses esperando. Desde navidad no veía a su familia, y ahora estaban a punto de llegar. Cinco años antes se había mudado de Utrera a El Puerto de Santa María. Su especialidad, biólogo marino, no tenía mucho futuro en su pueblo natal.
Juan se había pasado la tarde metido en la cocina. Había preparado entremeses variados de mariscos, moluscos y longanizas de cerdo. Una sopa de verduras y un cordero relleno. Por la ventana que daba a la playa, miraba las gaviotas revoloteando por la orilla. Las olas llegaban suavemente y luego se marchaban, igual que las ansias que tenía de volver a ver a los suyos. A las nueve menos veinte Juan empezó a preparar la mesa para sus comensales. Los entremeses fueron colocados con esmero. Dos botellas de vino blanco y un centro de mesa hecho con pétalos de margaritas naranjas y de rosas. Algo pasadas las nueve sonó el timbre. Abrió la puerta y fueron pasando y saludándose; el padre, la madre, el hermano y la cuñada. Esta le besó en la mejilla y el perfume que emanaba de su cuello penetró por las fosas nasales de Juan llegando hasta su cerebro. Aunque creía olvidarla, por mucho tiempo que pasara, cada vez que la veía, Juan volvía a enamorarse de ella.
Se sentaron a la mesa. Juan abrió una de las botellas y les sirvió un poco de vino. La copa algo más llena de la mitad.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó Juan.
—Algo pesado —dijo la cuñada.
—¿Algo pesado? —El padre hizo una pausa para dar un sorbo de su copa—, con las carreteras de hoy en día y los coches tan modernos esto no ha sido un viaje, más bien un paseo. Cuando yo era joven tenía que ir en mulo. Hubiese tardado más de tres días en llegar.
—Sí, parando en todas las tascas que había en el camino.
—Dijo la madre riéndose.
Juan volvió a llenar las copas.
—¿Qué tal en la finca papá?
—Ahora estamos quemando ramón. Hemos talado todos los olivos.
La charla se animó y se comieron los entremeses. Juan se levantó y empezó a retirar los platos. Su cuñada cogió las dos botellas de vino vacías y entró tras él en la cocina. Se agachó para tirar las botellas a la basura y Juan vio sus pechos que parecían querer salirse del escote.
—¿Dónde tienes los platos?, —preguntó la cuñada.
—En esa puerta de ahí —dijo Juan señalando el mueble que había encima del fregadero.
Juan salió de la cocina con la sopera en las manos y su cuñada detrás con los platos. Juan puso la sopa en la mesa y la cuñada los platos.
—¡He olvidado las cucharas!
—Ya voy yo —Dijo Juan.
Durante la sopa hablaron sobre el derbi de la próxima semana. Se enfrentaban el Cádiz y el Sevilla. Juan no dejó de lanzar furtivas miradas a su cuñada. Cuando terminaron la sopa Juan se levantó para recoger y servir el cordero. Su cuñada también se levantó.
—Tranquilo hermanito, ya voy yo. No quiero que digas que soy un cómodo.
El hermano sonrió y ayudó a su esposa a retirar los platos. Al poco rato salieron con el cordero en una bandeja y los correspondientes platos y cubiertos. Juan se levantó.
—Habéis olvidado el vino tinto. —Trajo dos botellas de tinto, las abrió y las sirvió. Acto seguido sirvió el cordero—. Perdonad, voy al servicio.
Miró el reloj y entró en el servicio. Después cerró sin echar el pestillo. Se acercó al inodoro, se bajó los pantalones y se sentó. Cogió una revista de pesca submarina, leyó un artículo de tres columnas y volvió a mirar el reloj. Pasó la página, en ese momento le llegó el apretón. Contrajo sus tripas y apretó los dientes. En el wáter sonó como si una piedra se hubiese hundido en el agua y Juan soltó el aire que tenía contenido en sus pulmones. Miró el reloj.
—Ya ha pasado el tiempo suficiente.
Se limpió cuidadosamente con un papel de doble capa, se subió los pantalones y tiró de la cisterna. Entró en el salón. El mutismo existente en la sala no le desconcertó. Levantó del plato de cordero la cabeza de la cuñada y la besó en la frente. Soltó la cabeza y esta volvió a caer inerte sobre el plato. Juan se sacó las llaves y la cartera del bolsillo, las dejó encima de la mesa y abandonó la casa dejando la puerta entreabierta.
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